miércoles, 19 de febrero de 2014

SUEÑOS DORADOS



Lo peor es por las noches. Uno no sabe si tratar de dormir para tener fuerzas al otro día o permanecer lo más alerta posible para poder escapar en caso de que nos ataquen.
La primera semana en la isla fue la peor de mi vida; los nervios que me provocaban correr armado por esos campos, viendo como caían mis compañeros, y el terror en sus miradas, no me permitían descansar ni un minuto; sólo pensaba y ansiaba que todo esto terminara para volver a casa de una vez por todas.

La cuarta semana fuimos al pueblo a buscar provisiones. Era la primera vez que lo visitaba, no lo imaginaba tan lúgubre, tan gris; pero era lógico. A pocos kilómetros estaba el lugar donde masacraban a chicos como yo, recién salidos del colegio, sin ninguna vocación militar.
Aproveché esa visita para mandar una carta a mi familia. A un mes del 2 de abril, fecha en que había llegado a la isla, la tercera carta que les mandé y, sin saberlo, la anteúltima.
Mientras cerraba el sobre y me imaginaba la emoción de mi madre, de mi padre, la dulce cara de mi futura esposa, Sofía, al recibir mis noticias… una explosión ensordecedora me obligó a salir corriendo de la oficina de correos. Urgente volvimos a nuestra base y pasamos dos semanas que para qué recordar; lo único que puedo decir es que mi mejor compañero, Luis, despertó en medio de una convulsión y murió de un ataque cardíaco. No estaba herido, pero pude ver el terror en sus ojos, unos ojos que me llevaré siempre grabados en la memoria. La noche de su muerte me la pasé vomitando, con un dolor de estómago punzante. No sé si era el miedo de que me pasara a mí o la culpa de que no me sucediera lo mismo.
De igual manera me sentí las noches en las que murieron Gabriel, Esteban, Fabián y Manuel.
Para la sexta semana, ya me había acostumbrado, sólo me quedaba la fatiga de salir corriendo de la trinchera con el cadáver blando de algún compañero en los hombros y  de dejarlo en un lugar donde no nos afectara su descomposición.
Un par de semanas más tarde, tuve la suerte de estar de vuelta. Esta guerra me dejó algunos magullones y cicatrices, pero éstos no se comparan con la bendición de salir con vida y de poder contarlo. A pesar de todo, fui recompensado con una hermosa familia, mi mujer Sofía, la persona que me esperó y me acompañó en los mejores y peores momentos, con quién, después de tanto sufrimiento, hoy puedo disfrutar tranquilamente el lecho.
Hoy, muchos años después de aquella guerra, es extraño cómo se ven las cosas, y es raro, sobre todo, cómo, después de tanto aprendizaje, la sangre tibia de mis venas hace ebullición al darle a mi hija el dinero del subsidio de excombatiente para que cumpla su sueño dorado de conocer Londres.