Así de fácil. Y se acabó. Adiós a las corridas a altas horas de la
madrugada. Se terminaron mis eternas visitas a esa habitación mal iluminada que
olía a alcohol y a gasas. Pasé horas, que un día dejé de contar, mirando sus
ojos cerrados, suplicándole que me escuchara, que tuviera fuerzas, que todavía
no. Até mis venas con un doble nudo a los hierros de esa cama, conté cada
latido de su corazón, adivinando cuando iba a dar un salto, rogando que nunca
dejara de latir… pero no.
Siempre recuerdo la última vez que lo vi
despierto, sí, lo recuerdo muy bien; estaba flaco, pero no tan flaco
como lo estuvo la última semana, me miraba con sus ojos marrones desorbitados,
pálido, muy descuidado y bastante demacrado. Me preguntaba por un ruido extraño
que escuchaba de la cama de al lado, una bomba de oxígeno, le dije yo; parece
el ruido de un monstruo, me dijo él. Lo dejé ahí, con el monstruo. Y ya nunca
más lo vi despierto.
Pero llegué a decirle que lo amaba. Se lo dije cada minuto de cada día de
cada mes que fui a tocar sus manos a besar sus hombros y a mirar las manchas de
sus brazos y… y. Mientras lo veía incorporarse cada vez más a esa maldita cama
que le quedaba chica, que hacía que incómodamente se moviera de un lado a otro
haciéndome ilusionar, pensaba en las cosas que le diría, si se despertara de
pronto. Entonces, por las dudas que me estuviera escuchando, se las decía. No
pelees más, si estás muy cansado, no sigas, no me tenés que demostrar nada,
descansá, tenés que ser fuerte, no te
des por vencido, yo te voy a acompañar, no pares ahora, no se te ocurra parar…
Y salía a llorar al pasillo, cuando aguantaba; y cuando no aguantaba,
simplemente lloraba ahí, tomada de su mano, acariciando la cicatriz en su mano
izquierda y suplicándole a la fuerza superior en la que no creo que, por favor,
lo liberara.
¿Cuántos días fueron en total? No sé. Cincuenta, sesenta, un millón. Casi
todos eran iguales, él no mejoraba, no despertaba y yo..., yo me arrepentía de
no haber pasado más tiempo con él y lo visitaba para ver si ganaba algo de
tiempo y, de paso, si era posible, lavaba un poquito un pañuelito manchado de
culpas y penas.
Salí de la sala a las ocho de la noche, me llamaron y me lo dijeron justo
cuando estaba a punto de volverme a casa. Por un lado, me sacaron un peso de
los hombros, un peso que no sabía que cargaba. Por otro lado, me hundieron en
un pozo cientos de metros bajo tierra del que no sé cuándo voy a poder
salir. Junté sus cosas en un bolsito y
guardé el pañuelito en mi bolsillo. Una sola mancha le quedaba, una solita en
el medio, para recordarme que nunca voy a tener la oportunidad de saber, lo que
es un papá de verdad.