miércoles, 19 de febrero de 2014

CUANDO APAGÓ LA LUZ




A veces tenía una mirada rectangular. Se llenaban los dos rectángulos de sus pupilas verdes de palabras que empezaban con a de amor y e de eternidad, y cuando los rectángulos rebalsaban de palabras, yo acariciaba su remera celeste y lo adoraba.
A veces sus ojos eran de color miel, redonditos, llenos de pestañas, transparentes y sinceros; y yo tenía que ajustarme un poco el cinturón, tal vez para disimular o tal vez para que no se me cayera.
A veces me recorría de arriba abajo con una lentitud y una seducción que me provocaban mareos, y tenía que pensar en otra cosa para que mis rodillas no se doblaran.
Encontré en el perfume de su piel, un barco que me llevaba directamente al momento en el que me di cuenta de cuánto me importaba. Y a partir de ese instante, todo lo demás, y cuando digo todo lo demás me refiero a todo, dejó de existir.
A veces soltaba un suspiro tan suave y delicado que levantaba una corriente helada desde mi primera hasta mi última vértebra. Y yo me cruzaba de brazos, sonriendo tontamente para distraer su atención hacia otro lugar.
Pero él percibía todo. Siempre veía absolutamente todo.
 No dejaba ningún detalle de su cuerpo librado al azar. Cada movimiento, cada palabra y cada una de sus irresistibles miradas habían sido creados y estudiados con el único fin de hacerme temblar. Y yo temblaba, la verdad es que temblaba vergonzosamente.
El sonreía de costado y llevaba su mano izquierda a sus ojos, tapándolos ligeramente y provocando en mí una desesperación por descubrirlos y volverlos a ver que hacía que mis pies patearan el piso de una ridícula y caprichosa forma aniñada.
Y me sacudían unas ganas de escribirme su nombre en cada centímetro de mi cuerpo, con letras de todos los tamaños y todas las formas para que él entendiese hasta qué punto me poseía. Y sabiendo de mi dependencia, jugaba con mi frecuencia cardíaca deslizando sus manos rosadas de adolescente que tuvo que crecer de golpe por mi cara y obligándome con sus ojos, ahora algo castaños, a obedecerle en todo.
Y yo intentaba autoproclamarme independiente. Qué ingenua.
El sabía hasta la última gota de la perversa sangre de sus venas que yo le pertenecía desde la primera vez que apagó la luz. Y quizás desde antes también.
Se moría minuto a minuto mi imagen de mujer segura para ver nacer la suya de amante distraído. Siempre con la mirada puesta en algo más allá, en algo que yo no podía ver y que, por las dudas, no miraba.
Sus estrategias me llevaron consecuentemente a adorarlo. Fui la presa más fácil que nadie puede imaginar. Me manipuló a la vista de todos y, para mi sorpresa, me fascinó. Y tuve que cerrar los ojos e imaginarlo destruyéndome para no dejarme arrastrar por su piel y sus manos. Y aún así, seguí sintiendo eternamente una incomodidad en el pecho que me ordenaba permanecer observándolo. Y lo hice. Y la incomodidad me ordenó amarlo. Y necesitarlo. Y seguirlo. Y seguí cada una de esas órdenes al pie de la letra.
Y perdí toda autonomía y toda capacidad de respirar cualquier aire que no estuviera perfumado por su olor. Y me transformé en adicta a esos diez dedos expertos en destruir las barreras que construyo cuando quiero concentrarme en algo que no sea en él.
Y observo sus ojos durante unos segundos antes de mirar hacia otro lado, acariciar su remera celeste y suplicarle e implorarle en absoluto silencio, que por lo que más quiera, proteja la enormidad de sentimientos que me arrancó cuando apagó la luz. O antes de eso.