A partir de las siete de la tarde Morena era
otra. La señora Norris, su madre, descubrió sus extrañas costumbres cuando la
pequeña llevaba seis años haciéndolo. Al principio, no podía comprender en qué
había fallado para que la niña fuera tan rara. Pero, con el tiempo, empezó a
aceptarlo. Cuando la descubrieron, Morena tenía nueve años; tuvieron que
encerrarla con llave en su habitación para que no se escapara; pero, de alguna
manera u otra, ella lograba salir y, una vez afuera, siempre a partir de las
siete de la tarde, se dirigía a plaza y se enterraba bajo un colchón de hojas
secas, dónde permanecía con su carita oscura pegada a la tierra húmeda hasta la
mañana siguiente.
Su psicólogo decía
que necesitaba estar en contacto directo con la naturaleza, que no había nada
patológico en eso; pero la señora Norris no podía permitir que su pequeña
durmiera fuera de casa, sobre la tierra, cubierta de pasto ¡y en una plaza
pública!
Morena empezó a
recibir ayuda profesional dos veces por semana y terapia familiar una vez por
mes; además, por las dudas, enrejaron la ventana de su habitación. Igualmente,
siempre después de las siete de la tarde, se recostaba en el piso y se dormía
tranquilamente. La señora Norris pasaba despierta noches enteras, pensando que su
hijita yacía tirada en el piso de parquet rebelándose contra la comodidad del
colchón.
El verano que
Morena cumplía diez años, estando de vacaciones, les resultó imposible
controlarla y terminaron resignándose, al punto de limitarse a recibirla con el
desayuno y limpiarle los pastitos que traía entre su pelo azabache despeinado.
Fuera de esa necesidad de medio ambiente natural, Morena era una chica
perfectamente normal.
La señora Norris la
llevó a un especialista en hipnosis; pero no había nada en los recuerdos
ocultos de la pequeña que diera la pauta del momento en el que había podido
surgir el trastorno.
La pobre señora
Norris recorría minuto a minuto los recuerdos de los primeros años de Morena
sin detectar ningún episodio traumático. Volvió a su primer día de clases, a su
primer cumpleaños, al bautismo... incluso, regresó hasta el día de su
nacimiento; un diecisiete de enero, cuando estando de vacaciones en el
noroeste, la señora Norris rompió bolsa en el auto camino a unas cabañas en
medio de las quebradas. Su marido la condujo lo más rápido que pudo hasta un
hospital; pero, como desconocía el camino, tardó varias horas en encontrarlo.
Finalmente, ingresó
en la sala de partos y, mientras caía el sol, dio a luz a una pequeña bebé
rubia con dificultades respiratorias.
La señora Norris
revisaba ese momento una y otra vez, recordando lo feliz que se había sentido
al tener en brazos por primera vez a su morenita. Pasó la noche entera pensando
en el instante exacto en el que le trajeron a su bebé.
Mientras tanto, en
la habitación de al lado, el señor Norris firmaba el eterno cheque mensual para
el médico que, diez años antes, había vendido a una recién nacida y había
consolado a una pobre madre que vivía en lo más alto de la quebrada, al decirle
que su bebé había nacido muerta.