miércoles, 19 de febrero de 2014

MORENA



A partir de las siete de la tarde Morena era otra. La señora Norris, su madre, descubrió sus extrañas costumbres cuando la pequeña llevaba seis años haciéndolo. Al principio, no podía comprender en qué había fallado para que la niña fuera tan rara. Pero, con el tiempo, empezó a aceptarlo. Cuando la descubrieron, Morena tenía nueve años; tuvieron que encerrarla con llave en su habitación para que no se escapara; pero, de alguna manera u otra, ella lograba salir y, una vez afuera, siempre a partir de las siete de la tarde, se dirigía a plaza y se enterraba bajo un colchón de hojas secas, dónde permanecía con su carita oscura pegada a la tierra húmeda hasta la mañana siguiente.
Su psicólogo decía que necesitaba estar en contacto directo con la naturaleza, que no había nada patológico en eso; pero la señora Norris no podía permitir que su pequeña durmiera fuera de casa, sobre la tierra, cubierta de pasto ¡y en una plaza pública!
Morena empezó a recibir ayuda profesional dos veces por semana y terapia familiar una vez por mes; además, por las dudas, enrejaron la ventana de su habitación. Igualmente, siempre después de las siete de la tarde, se recostaba en el piso y se dormía tranquilamente. La señora Norris pasaba despierta noches enteras, pensando que su hijita yacía tirada en el piso de parquet rebelándose contra la comodidad del colchón.
El verano que Morena cumplía diez años, estando de vacaciones, les resultó imposible controlarla y terminaron resignándose, al punto de limitarse a recibirla con el desayuno y limpiarle los pastitos que traía entre su pelo azabache despeinado. Fuera de esa necesidad de medio ambiente natural, Morena era una chica perfectamente normal.
La señora Norris la llevó a un especialista en hipnosis; pero no había nada en los recuerdos ocultos de la pequeña que diera la pauta del momento en el que había podido surgir el trastorno.
La pobre señora Norris recorría minuto a minuto los recuerdos de los primeros años de Morena sin detectar ningún episodio traumático. Volvió a su primer día de clases, a su primer cumpleaños, al bautismo... incluso, regresó hasta el día de su nacimiento; un diecisiete de enero, cuando estando de vacaciones en el noroeste, la señora Norris rompió bolsa en el auto camino a unas cabañas en medio de las quebradas. Su marido la condujo lo más rápido que pudo hasta un hospital; pero, como desconocía el camino, tardó varias horas en encontrarlo.
Finalmente, ingresó en la sala de partos y, mientras caía el sol, dio a luz a una pequeña bebé rubia con dificultades respiratorias.
La señora Norris revisaba ese momento una y otra vez, recordando lo feliz que se había sentido al tener en brazos por primera vez a su morenita. Pasó la noche entera pensando en el instante exacto en el que le trajeron a su bebé. 

Mientras tanto, en la habitación de al lado, el señor Norris firmaba el eterno cheque mensual para el médico que, diez años antes, había vendido a una recién nacida y había consolado a una pobre madre que vivía en lo más alto de la quebrada, al decirle que su bebé había nacido muerta.