Lo peor es por las noches. Uno no sabe si tratar de dormir para tener
fuerzas al otro día o permanecer lo más alerta posible para poder escapar en
caso de que nos ataquen.
La primera semana en la isla fue la peor de mi vida; los nervios que me
provocaban correr armado por esos campos, viendo como caían mis compañeros, y
el terror en sus miradas, no me permitían descansar ni un minuto; sólo pensaba
y ansiaba que todo esto terminara para volver a casa de una vez por todas.
La cuarta semana fuimos al pueblo a buscar provisiones. Era la primera vez
que lo visitaba, no lo imaginaba tan lúgubre, tan gris; pero era lógico. A
pocos kilómetros estaba el lugar donde masacraban a chicos como yo, recién
salidos del colegio, sin ninguna vocación militar.
Aproveché esa visita para mandar una carta a mi familia. A un mes del 2 de
abril, fecha en que había llegado a la isla, la tercera carta que les mandé y,
sin saberlo, la anteúltima.
Mientras cerraba el sobre y me imaginaba la emoción de mi madre, de mi padre,
la dulce cara de mi futura esposa, Sofía, al recibir mis noticias… una
explosión ensordecedora me obligó a salir corriendo de la oficina de correos.
Urgente volvimos a nuestra base y pasamos dos semanas que para qué recordar; lo
único que puedo decir es que mi mejor compañero, Luis, despertó en medio de una
convulsión y murió de un ataque cardíaco. No estaba herido, pero pude ver el
terror en sus ojos, unos ojos que me llevaré siempre grabados en la memoria. La
noche de su muerte me la pasé vomitando, con un dolor de estómago punzante. No
sé si era el miedo de que me pasara a mí o la culpa de que no me sucediera lo
mismo.
De igual manera me sentí las noches en las que murieron Gabriel, Esteban,
Fabián y Manuel.
Para la sexta semana, ya me había acostumbrado, sólo me quedaba la fatiga
de salir corriendo de la trinchera con el cadáver blando de algún compañero en
los hombros y de dejarlo en un lugar
donde no nos afectara su descomposición.
Un par de semanas más tarde, tuve la suerte de estar de vuelta. Esta guerra
me dejó algunos magullones y cicatrices, pero éstos no se comparan con la
bendición de salir con vida y de poder contarlo. A pesar de todo, fui
recompensado con una hermosa familia, mi mujer Sofía, la persona que me esperó
y me acompañó en los mejores y peores momentos, con quién, después de tanto
sufrimiento, hoy puedo disfrutar tranquilamente el lecho.
Hoy, muchos años después de aquella guerra, es extraño cómo se ven las
cosas, y es raro, sobre todo, cómo, después de tanto aprendizaje, la sangre
tibia de mis venas hace ebullición al darle a mi hija el dinero del subsidio de
excombatiente para que cumpla su sueño dorado de conocer Londres.