Miró asustada las
cuatro paredes que la envolvían, tan inmaculada, tan blancas.
Recorrió toda la
habitación con sus pupilas dilatadas, antes de posarse en los fríos ojos de
aquél hombre que iba a causarle tanto daño.
Clavó sus uñas en
sus propias piernas hasta que las gotas de sangre mancharon en el piso. Trató
de controlar el temblor de su mandíbula y, aferrada a los recuerdos más lejanos
de su niñez, intentó seguir aquel consejo: tener pensamientos felices y
relajarse.
Siempre había sido
una joven muy considerada. Desde muy temprana edad había demostrado ser muy
inteligente y seductora. Todos decían que ella, con su sonrisa, podría
conquistar el mundo y conseguir todo lo que se propusiera.
En la secundaria
empezó a planear su brillante futuro. Universidad, viajes, becas… y,
finalmente, ese puesto… que estaba esperándola.
Y ahí estaba, con
ese hombre despiadado que la miraba desnuda, como si fuera un pedazo de carne.
Trató de moverse,
pero sus manos estaban atadas; sus piernas, separadas unos sesenta centímetros
una de la otra, no dejaban de temblar. Parecía anestesiada, veía unos puntos de
colores, y el cuadro de la habitación se acercaba y se alejaba de ella
constantemente.
Lloró en silencio
por miedo a que el hombre lo percibiera. Pensaba si, después de esto, seguirían
en pie sus planes tan anhelados… pensaba si, después de esto, habría un
después.
El hombre se acercó
a ella y, lo último que sintió antes de perder el conocimiento, fue una fuerte
y dolorosa penetración.
Cuando despertó,
seguía atada y estaba desangrándose. Miró en todas direcciones, el hombre se
había ido.
Estaba sola.
Miró su vientre y
los diplomas en las paredes y pensó si no habría sido un precio demasiado alto.
Un miedo desconocido se empezó a gestar dentro
de ella.
A su lado, una
bandeja de plata le recordaría, eternamente, aquella interrupción.