miércoles, 19 de febrero de 2014

VOLUNTARIA



Miró asustada las cuatro paredes que la envolvían, tan inmaculada, tan blancas.
Recorrió toda la habitación con sus pupilas dilatadas, antes de posarse en los fríos ojos de aquél hombre que iba a causarle tanto daño.
Clavó sus uñas en sus propias piernas hasta que las gotas de sangre mancharon en el piso. Trató de controlar el temblor de su mandíbula y, aferrada a los recuerdos más lejanos de su niñez, intentó seguir aquel consejo: tener pensamientos felices y relajarse.
Siempre había sido una joven muy considerada. Desde muy temprana edad había demostrado ser muy inteligente y seductora. Todos decían que ella, con su sonrisa, podría conquistar el mundo y conseguir todo lo que se propusiera.
En la secundaria empezó a planear su brillante futuro. Universidad, viajes, becas… y, finalmente, ese puesto… que estaba esperándola.
Y ahí estaba, con ese hombre despiadado que la miraba desnuda, como si fuera un pedazo de carne.
Trató de moverse, pero sus manos estaban atadas; sus piernas, separadas unos sesenta centímetros una de la otra, no dejaban de temblar. Parecía anestesiada, veía unos puntos de colores, y el cuadro de la habitación se acercaba y se alejaba de ella constantemente.
Lloró en silencio por miedo a que el hombre lo percibiera. Pensaba si, después de esto, seguirían en pie sus planes tan anhelados… pensaba si, después de esto, habría un después.
El hombre se acercó a ella y, lo último que sintió antes de perder el conocimiento, fue una fuerte y dolorosa penetración.
Cuando despertó, seguía atada y estaba desangrándose. Miró en todas direcciones, el hombre se había ido.
Estaba sola.
Miró su vientre y los diplomas en las paredes y pensó si no habría sido un precio demasiado alto.
 Un miedo desconocido se empezó a gestar dentro de ella.

A su lado, una bandeja de plata le recordaría, eternamente, aquella interrupción.