Sentado en este tren con esta preciosura al lado mío, no puedo creer que
tardé ocho años en decidirme a conocerla. Era muy chico cuando nació, pero
ahora soy adulto y estoy preparado para darle todo lo que necesita. Ya le
expliqué que no tiene que tener miedo porque, esta vez, nada nos va a separar.
La nena lo mira con una cara de admiración…
que da pena. Se nota que él trata de romper el hielo, en seis estaciones
ya le compró: una gaseosa, chocolates y libritos para pintar. La nena agradece
y lo mira. Se parecen bastante físicamente. Le dije a Camilita que en la
próxima estación ella se baja y yo sigo. Su mamá la va a estar esperando, como
arreglamos. Yo no me bajo porque faltan cuatro estaciones para la mía, así que…
El tipo habla bajo, pero se lo escucha igual. Se quedó mal la nena, tiene los
ojos llorosos. La abracé y le di un beso en la frente, yo la entiendo,
pobrecita, tiene miedo de perderme. La nena, muda. No puedo creer los años que
perdí. Al sentir ese beso, Camilita fue la persona más feliz del mundo. El
padre revolvió en su abrigo y sacó una foto de cuando él y su mamá tenían
diecisiete años. El corazón de Camilita saltó de emoción; estar con su padre
era lo que había esperado toda su vida, aunque no estaba segura de estar
manifestándolo como quisiera. Le regalé una foto mía, para que no me extrañe
cuando no me vea. Le di otro beso y la acompañé a la puerta. Afuera, una chica
de unos veinticuatro años, con los mismos ojos que la nena, esperaba en el
andén. La recibió con los brazos abiertos. Miraba hacia adentro, buscando al
culpable. Me volví a sentar en el asiento y el tren arrancó. La próxima semana
va a ser mejor. En cuanto el tren empezó a andar, el tipo dio un fuerte
suspiro. La voy a llamar el domingo, eso voy a hacer. Camilita sabía ahora cómo
era su papá, lo que no sabía era que él; muy adentro suyo, muy en el fondo, no
tenía ningún interés ni ninguna intención de volverla a ver.