miércoles, 19 de febrero de 2014

RUGOSA



Lo único que unía a Ulises con su pasado, además de su partida de nacimiento y una abuela adoptiva reacia a contestar preguntas, era una cicatriz de trece centímetros que le recorría el costado derecho del torso: empezaba debajo de la axila y terminaba en la cadera.
La muerte de su madre el mismo día de su nacimiento lo había ido transformando en un joven culposo e introvertido. Le costaba relacionarse con sus pares y casi nunca quería salir de su casa. Pasaba horas mirando el crucifijo sobre su cama y leyendo la Biblia, mientras acariciaba suavemente el relieve rugoso de su cicatriz.

A los once años, su abuela, aquella hada madrina que lo había aceptado como si fuese de su propia sangre, cansada de verlo rezar día y noche, lo anotó en el club de barrio.
Allí fue donde Ulises conoció a quien sería su único amigo, su fiel confesor.
Desde el primer momento sintió que podía contarle hasta sus más oscuros secretos y que todo el tiempo del mundo no iba a ser suficiente para compartir con él las cosas maravillosas de la vida.
Fueron creciendo juntos y, con los años, el amor de Ulises se fue volviendo irrefrenable.
¿Sería un sacrilegio amarlo así? ¿Qué diría la Iglesia, su abuela, o peor…su madre?
Ulises no entendía porqué no dejaba de pensar en él, lo quería de una manera distinta, especial. Sin embargo, lo que más confundía a este joven de diecisiete años era la fuerte atracción que sentía por las mujeres; tanto Ulises como el destinatario de su devoción tenían novias preciosas a quienes adoraban.
Durante un tiempo intentó concentrarse en otras cosas y enfriar un poco esa necesidad imperiosa de decirle lo que sentía pero; por más que lo intentaba, algo dentro suyo le pedía a gritos que lo enfrentara. Debía decírselo. Ese amor que no comprendía, no podía ser puro, no había forma de que lo fuera.
Decidió ir a buscarlo, corrió a su casa, abrió la puerta de su habitación, pero no lo encontró allí. Escuchó el ruido de la ducha y entró en el baño decidido, abrió la boca para decirlo…y se encontró con lo único que no esperaba.
Abel, desnudo, apenas tuvo tiempo para cubrirse los trece centímetros izquierdos de soledad que le recorrían su costado.