Lo único que unía a Ulises con su pasado, además de su partida de
nacimiento y una abuela adoptiva reacia a contestar preguntas, era una cicatriz
de trece centímetros que le recorría el costado derecho del torso: empezaba
debajo de la axila y terminaba en la cadera.
La muerte de su madre el mismo día de su nacimiento lo había ido
transformando en un joven culposo e introvertido. Le costaba relacionarse con
sus pares y casi nunca quería salir de su casa. Pasaba horas mirando el
crucifijo sobre su cama y leyendo la Biblia, mientras acariciaba suavemente el
relieve rugoso de su cicatriz.
A los once años, su abuela, aquella hada madrina que lo había aceptado como
si fuese de su propia sangre, cansada de verlo rezar día y noche, lo anotó en
el club de barrio.
Allí fue donde Ulises conoció a quien sería su único amigo, su fiel
confesor.
Desde el primer momento sintió que podía contarle hasta sus más oscuros
secretos y que todo el tiempo del mundo no iba a ser suficiente para compartir
con él las cosas maravillosas de la vida.
Fueron creciendo juntos y, con los años, el amor de Ulises se fue volviendo
irrefrenable.
¿Sería un sacrilegio amarlo así? ¿Qué diría la Iglesia, su abuela, o
peor…su madre?
Ulises no entendía porqué no dejaba de pensar en él, lo quería de una
manera distinta, especial. Sin embargo, lo que más confundía a este joven de
diecisiete años era la fuerte atracción que sentía por las mujeres; tanto
Ulises como el destinatario de su devoción tenían novias preciosas a quienes
adoraban.
Durante un tiempo intentó concentrarse en otras cosas y enfriar un poco esa
necesidad imperiosa de decirle lo que sentía pero; por más que lo intentaba,
algo dentro suyo le pedía a gritos que lo enfrentara. Debía decírselo. Ese amor
que no comprendía, no podía ser puro, no había forma de que lo fuera.
Decidió ir a buscarlo, corrió a su casa, abrió la puerta de su habitación,
pero no lo encontró allí. Escuchó el ruido de la ducha y entró en el baño
decidido, abrió la boca para decirlo…y se encontró con lo único que no
esperaba.
Abel, desnudo, apenas tuvo tiempo para cubrirse los trece centímetros
izquierdos de soledad que le recorrían su costado.