miércoles, 19 de febrero de 2014

GARBO



Medía dos metros, pesaba lo que dos caballos y era ciego de un ojo. Tenía un promedio de tres asesinatos por semana, descuartizaba a sus víctimas salvajemente, les sacaba las vísceras con sus propias manos y las dejaba tiradas por ahí.
Además, les arrancaba el corazón.
Nadie sabía dónde vivía, lo buscaban hacía años para ejecutarlo, pero nunca lo habían podido encontrar. Este depredador tenía al pueblo aterrorizado, era el único criminal al que no habían podido ajusticiar y el único al que querían comprender.
La teoría más aceptada sostenía que Garbo era una abominación genética que se alimentaba de corazones humanos; otras, menos respetadas, hablaban de amor y misticismo.
Una noche Garbo salió a cazar. Con su capa de terciopelo sobre los hombros, dejó su cueva y se dirigió al pueblo. Buscaba alguien joven, fresco… luego de un par de horas de caminar, se encontró con una pequeña de seis años y la invitó a su casa. La niña parecía no tenerle miedo y aceptó acompañarlo, despreocupada y alegre, iba salticando de la mano de su verdugo. Algo sorprendido pero excitado, Garbo planeaba el primer homicidio en su propio hogar.
Al llegar a la cueva, Garbo notó algo extraño alrededor de la niña: por encima de su cabeza y alrededor de sus hombros, ella despedía un aura de color índigo. Garbo la observó detenidamente, retrocedió unos pasos, confundido; ella se acercó y le pidió que no tuviera miedo, porque ella era sólo una niña índigo.
Cansado de las torpes excusas de sus condenados a muerte, Garbo la tomó del cuello, se lo fracturó y procedió a quitarle lo único que le importaba, su corazón. Una vez afuera, lo limpió cuidadosamente tratando de quitarle el color que lo cubría.
En el instante en el que se disponía a ponerlo con los demás corazones, un golpe en la cabeza lo dejó inconsciente.
Nadie supo cómo llegó Garbo a la plaza del pueblo con los pies atados y con su propio corazón en la mano derecha.
La teoría más aceptada indica que, arrepentido y de alguna manera sobrenatural, se habría suicidado en nombre de los descuartizados. Otras, menos respetadas, aseguran que Garbo coleccionaba corazones de todo tipo, porque buscaba uno al cuál poder amar.
Ninguna de las posibles teorías podrá imaginar que una pequeña índigo le enseñó a Garbo que, para amar a un corazón, éste, inevitablemente, tiene que latir.