Medía dos metros,
pesaba lo que dos caballos y era ciego de un ojo. Tenía un promedio de tres
asesinatos por semana, descuartizaba a sus víctimas salvajemente, les sacaba
las vísceras con sus propias manos y las dejaba tiradas por ahí.
Además, les arrancaba
el corazón.
Nadie sabía dónde
vivía, lo buscaban hacía años para ejecutarlo, pero nunca lo habían podido
encontrar. Este depredador tenía al pueblo aterrorizado, era el único criminal
al que no habían podido ajusticiar y el único al que querían comprender.
La teoría más
aceptada sostenía que Garbo era una abominación genética que se alimentaba de
corazones humanos; otras, menos respetadas, hablaban de amor y misticismo.
Una noche Garbo
salió a cazar. Con su capa de terciopelo sobre los hombros, dejó su cueva y se
dirigió al pueblo. Buscaba alguien joven, fresco… luego de un par de horas de
caminar, se encontró con una pequeña de seis años y la invitó a su casa. La
niña parecía no tenerle miedo y aceptó acompañarlo, despreocupada y alegre, iba
salticando de la mano de su verdugo. Algo sorprendido pero excitado, Garbo
planeaba el primer homicidio en su propio hogar.
Al llegar a la
cueva, Garbo notó algo extraño alrededor de la niña: por encima de su cabeza y
alrededor de sus hombros, ella despedía un aura de color índigo. Garbo la
observó detenidamente, retrocedió unos pasos, confundido; ella se acercó y le
pidió que no tuviera miedo, porque ella era sólo una niña índigo.
Cansado de las
torpes excusas de sus condenados a muerte, Garbo la tomó del cuello, se lo
fracturó y procedió a quitarle lo único que le importaba, su corazón. Una vez
afuera, lo limpió cuidadosamente tratando de quitarle el color que lo cubría.
En el instante en
el que se disponía a ponerlo con los demás corazones, un golpe en la cabeza lo
dejó inconsciente.
Nadie supo cómo
llegó Garbo a la plaza del pueblo con los pies atados y con su propio corazón
en la mano derecha.
La teoría más
aceptada indica que, arrepentido y de alguna manera sobrenatural, se habría
suicidado en nombre de los descuartizados. Otras, menos respetadas, aseguran
que Garbo coleccionaba corazones de todo tipo, porque buscaba uno al cuál poder
amar.
Ninguna de las
posibles teorías podrá imaginar que una pequeña índigo le enseñó a Garbo que,
para amar a un corazón, éste, inevitablemente, tiene que latir.