Priscilla arrojó el pesado adorno de metal lejos de ella. Abrió lentamente
la puerta y arrastró el cuerpo hasta el centro de la habitación verde. Lo dejó allí y, durante casi una
semana, no volvió a abrir la puerta.
Todo el amor y la devoción de Priscilla iban dirigidos a su gato. Lo tenía
desde siempre, desde que tenía memoria. El gato era precioso, tenía unos
extraños y afilados dientes y una cola algo dura y puntiaguda. Paseaba
majestuosamente por las habitaciones verdes de su ama, la única persona con
quién era cariñoso y la única a la que le permitía acercarse.
Una tarde, Priscilla miró por la ventana y lo vio en el jardín persiguiendo
a una rata, siguió la cacería desde adentro y sólo salió cuando el
comportamiento del gato comenzó a preocuparle. Muy quieto, con la rata entre
sus garras, abrió una boca desmesuradamente grande y, como una boa
constrictora, la tragó sin ni siquiera masticar. Era como si la rata hubiera
tomado la forma del gato dentro de su estómago.
Priscilla trató de moverlo, pero el gato estaba como petrificado.
Permaneció recostado con las patas rígidas durante varios días, y una mañana,
como si nada, volvió a caminar.
Después de aquél episodio y, por algún tiempo, Priscilla no tuvo motivos
para preocuparse. Pero, un par de meses después descubrió que la obsesión del
gato por los roedores no había terminado; cada vez que lograba atrapar uno, lo
devoraba de una manera tan inmediata y desagradable, que provocaba ganas de
vomitar.
Cuando pensó que todo estaba volviendo a la normalidad, escuchó ladridos y
maullidos en el jardín. Una vez más, el labrador del vecino había cruzado los
arbustos que los dividían y buscaba pelea con el gato. Se mordieron, rasguñaron
y persiguieron un buen rato, hasta que Priscilla tuvo que salir a ver de cerca
lo que estaba pasando.
El gato tenía al labrador acorralado, le había clavado las uñas en las
patas y estaba abriendo, una vez más, su infernal boca. Priscilla le gritó y le
arrojó toda clase de objetos para distraerlo, pero no hubo reacción.
Tuvo que cerrar los ojos para no verlo.
El gato permaneció seis días casi inmóvil y luego, volvió a dormir en el
sofá.
Priscilla no sabía qué hacer, no podía llamar al veterinario; al gato nunca
le había caído simpático y no le permitía acercarse. Además, si lo denunciaba,
estaba segura de que lo perdería. Después de mucho pensarlo, decidió desocupar
una habitación y encerrar al gato allí. Cuando hubiera resuelto que hacer con
él, lo soltaría.
Dos días más tarde, su vecino, encolerizado como siempre, golpeó a su
puerta.
Discutieron fuertemente, pero Priscilla mantuvo su postura negando haber
visto al labrador. El hombre aseguraba que la última vez que había visto al
perro había sido en su jardín peleando con el gato; pero Priscilla siguió
negándolo.
A la mañana siguiente, el vecino cruzó los arbustos y se metió en el jardín
para registrarlo. Al encontrar algo de sangre en el pasto y un colmillo que
supuso era de su propio perro, entró enajenado a la casa de Priscilla. Se
abalanzó sobre ella y la zamarreó gritándole todo tipo de cosas, ella trató de
zafarse; pero como la fuerza de su atacante la vencía, estiró la mano buscando
el frío metal...