miércoles, 19 de febrero de 2014

EL PASILLO QUE LLEVA AL JARDÍN


 
Lo encontraron babeando al final del pasillo, balbuceando cosas incomprensibles y en estado de shock. Eran las cuatro de la mañana y la primera vez en diez años que Cristian se levantaba de la cama. Luisina escuchó un ruido extraño y se levantó para ver qué pasaba.
Ahí fue cuando encontró a su hijo.
Cuando Cristian cumplió ocho años, sus padres se mudaron a una casa grande con un jardín delantero que decoraron con seis duendecitos de porcelana. Desde el primer momento, Cristian sintió una gran antipatía por los enanos; pero, por más que intentaba persuadir a sus padres, ellos seguían embelesados con las criaturas e, incluso, decidieron ponerles nombres.
Marlon era el jefe de la familia, sin duda, al que más le temía Cristian. Tenía una remera y una bermuda azul, un gorro rojo, un bigote blanco que se unía a una larga barba, el ceño fruncido y, en una pequeña bolsa que le colgaba del hombro, un equipo de jardinería: tijera, pala y semillas.
Los primeros meses Cristian trató de no mirarlos; pero, llegando a fin de año, ya entraba y salía de la casa corriendo para no escuchar las amenazas que aseguraba le gritaban los maquiavélicos hombrecitos. A pesar de eso, durante dos años,  torturó a sus padres con que Marlon quería matarlo, decía escuchar cómo planeaban atacarlo entre los seis cuando él estuviera desprevenido.
El día del cumpleaños número diez de Cristian, mientras preparaban una gran fiesta, su padre sufrió un ataque al corazón. Lo internaron inmediatamente; pero, dos días más tarde, murió.
Era un hombre de unos sesenta y cinco años y su corazón no andaba bien, pero Cristian sostuvo que la culpa era de los enanos. Un día su madre, cansada de escuchar barbaridades, lo enfrentó.
Ellos eran lo único que le quedaba de su marido y no estaba en sus planes tirarlos sólo porque un adolescente complicado sostuviera que planeaban una masacre.
Luego de aquella discusión, Cristian no volvió a hablarle a su madre. Lo que empezó como un capricho se transformó en una enfermedad. No se levantaba de la cama, no comía ni hablaba con nadie. Los médicos lo visitaban de vez en cuando; pero él ni siquiera los miraba. Después de unos años, se dieron por vencidos. Cristian se había vuelto loco y Luisina estaba sola, con los enanos como única compañía.
A través de la habitación, Cristian escuchaba sus voces. Marlon decía que si se atrevía a cruzar el pasillo que llevaba al jardín, le iba a suceder lo mismo que a su padre o algo peor.
La noche del suicidio de Cristian fue terrible para Luisina. Encontrarlo tirado en el pasillo, inconsciente y desangrándose fue un duro golpe del que no se pudo recuperar. Trató de entender por qué había pasado diez años encerrado o por qué había decidido levantarse esa noche. Buscó, en vano, por toda la casa el instrumento que podría haber usado Cristian para cortarse las muñecas.
De la misma manera que no prestó atención a los pedidos de su hijo cuando aún estaba con vida, dejó pasar el detalle del ceño un poco más fruncido de Marlon y la ausencia de la tijera dentro de su bolsita.