Lo encontraron
babeando al final del pasillo, balbuceando cosas incomprensibles y en estado de
shock. Eran las cuatro de la mañana y la primera vez en diez años que Cristian
se levantaba de la cama. Luisina escuchó un ruido extraño y se levantó para ver
qué pasaba.
Ahí fue cuando
encontró a su hijo.
Cuando Cristian
cumplió ocho años, sus padres se mudaron a una casa grande con un jardín
delantero que decoraron con seis duendecitos de porcelana. Desde el primer
momento, Cristian sintió una gran antipatía por los enanos; pero, por más que
intentaba persuadir a sus padres, ellos seguían embelesados con las criaturas
e, incluso, decidieron ponerles nombres.
Marlon era el jefe
de la familia, sin duda, al que más le temía Cristian. Tenía una remera y una
bermuda azul, un gorro rojo, un bigote blanco que se unía a una larga barba, el
ceño fruncido y, en una pequeña bolsa que le colgaba del hombro, un equipo de
jardinería: tijera, pala y semillas.
Los primeros meses
Cristian trató de no mirarlos; pero, llegando a fin de año, ya entraba y salía
de la casa corriendo para no escuchar las amenazas que aseguraba le gritaban
los maquiavélicos hombrecitos. A pesar de eso, durante dos años, torturó a sus padres con que Marlon quería
matarlo, decía escuchar cómo planeaban atacarlo entre los seis cuando él
estuviera desprevenido.
El día del
cumpleaños número diez de Cristian, mientras preparaban una gran fiesta, su
padre sufrió un ataque al corazón. Lo internaron inmediatamente; pero, dos días
más tarde, murió.
Era un hombre de
unos sesenta y cinco años y su corazón no andaba bien, pero Cristian sostuvo
que la culpa era de los enanos. Un día su madre, cansada de escuchar
barbaridades, lo enfrentó.
Ellos eran lo único
que le quedaba de su marido y no estaba en sus planes tirarlos sólo porque un
adolescente complicado sostuviera que planeaban una masacre.
Luego de aquella
discusión, Cristian no volvió a hablarle a su madre. Lo que empezó como un
capricho se transformó en una enfermedad. No se levantaba de la cama, no comía
ni hablaba con nadie. Los médicos lo visitaban de vez en cuando; pero él ni
siquiera los miraba. Después de unos años, se dieron por vencidos. Cristian se
había vuelto loco y Luisina estaba sola, con los enanos como única compañía.
A través de la
habitación, Cristian escuchaba sus voces. Marlon decía que si se atrevía a
cruzar el pasillo que llevaba al jardín, le iba a suceder lo mismo que a su
padre o algo peor.
La noche del
suicidio de Cristian fue terrible para Luisina. Encontrarlo tirado en el
pasillo, inconsciente y desangrándose fue un duro golpe del que no se pudo
recuperar. Trató de entender por qué había pasado diez años encerrado o por qué
había decidido levantarse esa noche. Buscó, en vano, por toda la casa el
instrumento que podría haber usado Cristian para cortarse las muñecas.
De la misma manera
que no prestó atención a los pedidos de su hijo cuando aún estaba con vida,
dejó pasar el detalle del ceño un poco más fruncido de Marlon y la ausencia de
la tijera dentro de su bolsita.