miércoles, 19 de febrero de 2014

MENAGE



Emily se jactaba de tener todo en la vida. Un cuerpo privilegiado, una fortuna incalculable, una perra inteligentísima y el único marido fiel sobre la faz de la tierra.
El último hallazgo de Emily había sido la cirugía plástica delivery. Los médicos se mudaban a su casa cada vez que ella quería retocarse el botox, rellenar sus labios o levantar aún más sus párpados.
El injerto de pelo, las costillas removidas y el afinamiento de tobillos habían sido un éxito, y Emily, en perfecto estado de conservación, le agradecía a la ciencia su eterno romance con su marido.
Estaba segura de que, con sus técnicas de la eterna juventud, ella, él y su nueva perrita, Connie 3, vivirían juntos y felices para siempre.
En la última visita de su médico, Emily le había hecho depilación definitiva a Connie 3 además de un dermo pulido en la cara. En cambio, con Connie 1 y 2, no había invertido tanto en cuidados, porque no eran tan inteligentes; pero, Connie 3, con sólo ocho meses de vida, demostraba ser casi el eslabón perdido. Por eso, Emily pensó en regalarle algo muy especial: le operaría la cara para dejarla igual a ella. Su marido se opuso rotundamente, le parecía un disparate hacer padecer el post operatorio a la pobre perrita. Pero Emily lo convenció... y, dos meses más tarde, Connie 3 lucía una espectacular nariz, una boca sensual y carnosa, y los ojos azules más hermosos que una perrita pudiera tener.
Emily estaba encantada; ahora podía ver su propia cara todo el tiempo, ¡sin necesidad del estúpido espejo!
Connie 3 parecía estar satisfecha, incluso se comportaba de manera más femenina y más humana que de costumbre.
La vida de Emily estaba completa, nunca había sido más feliz.
Ese fin de semana, para festejar su éxito, hizo un viaje en su jet privado al norte del país. Se hospedó con sus mejores amigas en un spa en las montañas y les habló sobre Connie 3, sobre su apasionado noviazgo con su marido y el afinamiento traqueal que planeaba hacerse.
Todas coincidieron en que la vida de Emily era envidiable. Volvió a la mansión repleta de regalos, haciendo eco con los tacos de sus zapatos por los grandes salones vacíos. Recorrió las dieciséis habitaciones, las tres bibliotecas y los dos estudios, buscando a su marido, sin encontrarlo. Finalmente, con una máscara descongestiva antiestrés en los ojos, se acostó a dormir.
La despertó su criada por la mañana, con la bandeja del desayuno y la correspondencia. Su marido le había dejado, una vez más, una de esas cartas de amor que sólo él sabía escribir.

La sonrisa tranquila y segura de su rostro se fue borrando a medida que avanzaba en la lectura. Después de unas veinte líneas de hojarasca, su marido le pedía el divorcio. Había abandonado la mansión mientras ella estaba de viaje y no tenía pensado regresar ni siquiera por su ropa. Había encontrado la libertad que siempre había buscado, había encontrado su tercer capricho en un amor treinta años menor que ella.