Emily se jactaba de
tener todo en la vida. Un cuerpo privilegiado, una fortuna incalculable, una
perra inteligentísima y el único marido fiel sobre la faz de la tierra.
El último hallazgo
de Emily había sido la cirugía plástica delivery. Los médicos se mudaban a su
casa cada vez que ella quería retocarse el botox, rellenar sus labios o
levantar aún más sus párpados.
El injerto de pelo,
las costillas removidas y el afinamiento de tobillos habían sido un éxito, y
Emily, en perfecto estado de conservación, le agradecía a la ciencia su eterno
romance con su marido.
Estaba segura de
que, con sus técnicas de la eterna juventud, ella, él y su nueva perrita,
Connie 3, vivirían juntos y felices para siempre.
En la última visita
de su médico, Emily le había hecho depilación definitiva a Connie 3 además de
un dermo pulido en la cara. En cambio, con Connie 1 y 2, no había invertido
tanto en cuidados, porque no eran tan inteligentes; pero, Connie 3, con sólo
ocho meses de vida, demostraba ser casi el eslabón perdido. Por eso, Emily
pensó en regalarle algo muy especial: le operaría la cara para dejarla igual a
ella. Su marido se opuso rotundamente, le parecía un disparate hacer padecer el
post operatorio a la pobre perrita. Pero Emily lo convenció... y, dos meses más
tarde, Connie 3 lucía una espectacular nariz, una boca sensual y carnosa, y los
ojos azules más hermosos que una perrita pudiera tener.
Emily estaba
encantada; ahora podía ver su propia cara todo el tiempo, ¡sin necesidad del
estúpido espejo!
Connie 3 parecía
estar satisfecha, incluso se comportaba de manera más femenina y más humana que
de costumbre.
La vida de Emily
estaba completa, nunca había sido más feliz.
Ese fin de semana,
para festejar su éxito, hizo un viaje en su jet privado al norte del país. Se
hospedó con sus mejores amigas en un spa en las montañas y les habló sobre
Connie 3, sobre su apasionado noviazgo con su marido y el afinamiento traqueal
que planeaba hacerse.
Todas coincidieron
en que la vida de Emily era envidiable. Volvió a la mansión repleta de regalos,
haciendo eco con los tacos de sus zapatos por los grandes salones vacíos.
Recorrió las dieciséis habitaciones, las tres bibliotecas y los dos estudios,
buscando a su marido, sin encontrarlo. Finalmente, con una máscara
descongestiva antiestrés en los ojos, se acostó a dormir.
La despertó su
criada por la mañana, con la bandeja del desayuno y la correspondencia. Su
marido le había dejado, una vez más, una de esas cartas de amor que sólo él
sabía escribir.
La sonrisa
tranquila y segura de su rostro se fue borrando a medida que avanzaba en la
lectura. Después de unas veinte líneas de hojarasca, su marido le pedía el
divorcio. Había abandonado la mansión mientras ella estaba de viaje y no tenía
pensado regresar ni siquiera por su ropa. Había encontrado la libertad que
siempre había buscado, había encontrado su tercer capricho en un amor treinta
años menor que ella.